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A propósito de los 80 años de Batman: Gracias a mis padres

Hace unos días se celebró el #BatmanDay, una jornada que coincidió con los 80 años desde el debut del cruzado encapotado en Detective Comics #27 creado por Bill Finger con Bob Kane.

Aquellas 24 horas ya dejaron de ser una conmemoración del personaje y pasaron a ser lo que quiere DC Comics, un día absolutamente comercial dedicado a sacarle el jugo a su principal y más rentable personaje.

Pese a ello, daba gusto ver cómo muchos celebraron a su manera, ya sea usando una polera, mostrando sus colecciones o destacando sus relatos favoritos, mientras que varios profesionales del cómic se sumaron con los distintos aportes que han hecho en estas ocho décadas a la larga lista de historias y arte del hombre murciélago.

En mi caso, celebré recordando. A aquella maravilla llamada Batman: La serie animada y a mis padres.

Sin saberlo, ellos son parte importante de mi crianza comiquera.

Partiendo por las historietas de Disney que me compraban siendo pequeño y que, al no saber leer, inventaba los diálogos. Ahí se prendió la chispa.

El quiebre vino varios años después.

Era la década del 90, prendí la televisión y en uno de los canales públicos comenzó algo que no había visto antes, algo muy diferente y que no me podía sacar de la cabeza. Partía con un banco, una explosión y dos siluetas que huyen de la policía. Y aparece el batimóvil, el vehículo va a la acción. Cuando creemos que los delincuentes huyeron, un hombre murciélago se interpone en su camino.

Jamás olvidaré la primera vez que vi la intro de Batman: La serie animada. No recuerdo cuál habrá sido el primer capítulo que vi, pero sí la emoción al ver ese inicio que cierra magistralmente con un rayo presentándonos al héroe.

Si bien mi primer Batman televisivo fue Adam West, esto era radicalmente distinto. Había oscuridad, seriedad y un humor mucho menos ridículo, algo que jamás vi en el colorido live action.

Fue en ese momento que mis padres vieron esto y sentenciaron: “Esto es muy oscuro, no es para niños”, prohibiéndome ver la serie de Bruno Díaz, Ricardo Tapia, el Guasón y otros tantos habitantes de Ciudad Gótica.

A diferencia de la primera prohibición, ahora no me dio lo mismo. Sabía que tenía que seguir viendo esto y el hecho que estuviera prohibido lo hacía aún mejor. Prender la televisión y bajar el volumen y estar atento a si se acercaban para cambiar el canal. O escucharlos decir “espero que no estés viendo esos monos de Batman”, a lo que respondía negativamente.

Con tanta prohibición, más disfrutaba lo que veía.

En aquellos años no había streaming o alguna forma de ver de inmediato más capítulos más allá de la media hora televisiva, por lo que salté a los cómics. Vivía en un pueblo chico, no tenía tiendas de historietas, por lo que había que agarrar lo que llegara (y alcanzara con las monedas que uno juntaba).

El salto a las viñetas fue natural. Pese a que mis hermanos no compartieran mi gusto por la historieta y que mis padres encontraran que era un desperdicio gastar plata cómics, la semilla ya estaba sembrada.

Fue gracias a mis padres que aquella semilla fue floreciendo. Estoy bastante seguro que no me hubiera interesado realmente en esto si no hubiera pasado lo que ocurrió.

Cuando se conmemoran 80 años del Hombre Murciélago, agradezco a mis padres por prohibirme Batman: La serie animada. Ello no fue un impedimento, eso fue un incentivo.

Esa fue mi entrada al extenso universo del Hombre Murciélago, a sus historietas y, con los años, al mundo del cómic más allá de los superhéroes. Y todo gracias a mis padres y a un cruzado encapotado que se iluminaba con un rayo.